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jueves, 30 de junio de 2011

(2 R) La daga rompemozas

2007
Un sábado primaveral cualquiera.


Afuera, las estrellas se habían ocultado tras un espeso manto oscuro, nubes que amenazaban con descargar su furia divina contra la faz de la Tierra. El sonido del frío viento nocturno silbaba entre las ramas de los árboles del jardín, mezclando su sonido con el tintineante chorro de agua que nunca paraba de caer en una alberca cercana.
La figura de un guardián de ébano quedaba recortada contra la pared de piedra de una curiosa construcción, proyectando su móvil sombra gracias a la luz fluctuante de las llamas de una hoguera.
Con el viento como único testigo de su paso por allí y levitando en la oscuridad como si de un genio de la noche se tratase, la oscura figura oculta tras una capa de terciopelo se dispuso a esconderse tras las altas plantas recortadas por hábiles manos de jardinero. Sr. X sonrió para sus adentros, pues sabía que allí no los encontrarían.
Despacio, sigiloso como la misma muerte , atravesó el ancho jardín, cogiendo entre sus dedos la delicada mano de la doncella. Abrió cuidadosamente un espacio entre la vegetación y al tiempo extraía la daga de la fortuna de entre sus pantalones, cuyo mango tallado en marfil deslumbró la mirada virgen de la muchacha, y, en cuya cabeza, brillaba un gran diamante en el que llevaba impresa la marca de su clan.
Cerca, muy cerca, se oían los pasos del guardián. Hermano de la doncella, conocía las leyendas que al anochecer se cuentan entre susurros sobre la Daga Rompemozas, una legendaria daga que mancilla el honor de vírgenes incautas. Pero el sr. X, con la precisión de un asesino consumado, clavó con suavidad su daga en el cuerpo de la muchacha, que se retorcía en silencio sobre el mullido colchón de hierba, mordiéndose los labios para no chillar y que su hermano descubriera el pecado. 
Dos cuencos con incienso perfumaban el jardín, que por momentos se había convertido en el testigo mudo del pecado de la virgen. “Una agradable forma de morir como su hermano me descubra” pensó el sr. X, aspirando suavemente la fragancia que emanaba del cuello de la mulata. Oyó el suave acompasar de los gemidos que ésta profería bajo el envite de su daga. Gracias a la tenue luz de las antorchas del jardín, vio la silueta del guardián de ébano: cierto era que, como lo descubriera allí oculto, mancillando el honor de su hermana, su cabeza rodaría cual bola de petanca.
Con el sigilo propio de un felino y tapando con su mano la boca de la dama, se agazapó aún más entre la frondosa vegetación, apartó con otra mano la débil resistencia de la moza, y con la rapidez de una cobra, la daga brilló en la penumbra de la oscuridad, para caer en la entrepierna de su víctima una y otra vez. Ningún sonido salió de la garganta bloqueada por la mano del verdugo, que espero hasta ver como el placer de la muchacha se derramaba por la fresca hierba del amanecer. 
Con un último dagazo, verdugo y víctima se sumieron en un escalofrío de placer, ajenos a la locura de un negro que supo instintivamente de la pérdida de honor familiar. 
El sr. X, ya había alcanzado su cometido. Cogiendo su daga por el mango, froto éste una última vez en los belfos de su temporal amante y, tras envainarlo, se alejó de allí, presto y oculto entre las sombras que aún se proyectaban en los rincones del jardín, dejando atrás a una bella dama extenuada, pero que acababa de iniciarse en el complicado arte amatorio.
Ahora, los jardines del Paraíso estaban más cerca para él.

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