La música le envolvía, manteniendo
despierta la única neurona que todavía no se había dejado perder a causa del
alcohol. Allí de pie, apoyado contra la baranda artificial del barco de La
Guarida, rezumaba desazón y calamidad, erguido, como si del tallo de una planta
en una maceta gigante se tratara.
Sus ojos entornados apenas
distinguían la realidad. Sombras borrosas que se cernían sobre él, alejándose y
acercándose. Se le cruzaban y, de vez en cuando, de alguna de éstas surgía la
misma frase: “¡Ostia puta, Sr. X! ¡Esas putas!”. Un inaudible gruñido y un leve
movimiento de cabeza era todo lo que podía ofrecer como respuesta.
Serían las 3 de la mañana de unas
fiestas de Moros y Cristianos como cualquier otras, cuando, tras más de 1 hora
allí erguido, una de las difuminadas figuras que su vista no daba forma le
dijo:
–
¡Coño, Sr. X!
Con una habilidad nacida de años
en ese mismo estado, agachó la cabeza al reconocer la voz de su interlocutor. Entornando
los ojos, logró balbucear:
–
Tío, Tépé,… llévame a casa.
–
La madre que te parió.
¡Menuda llevas!
Tépé, que acaba de llegar a La
Guarida tras varios días de fiesta y trabajo, con algo más de cinco cubatas
recién tomados, y con el coraje –o la insensatez– que el alcohol insufla en las
venas, no dudó en prestar ayuda al despojo humano que tenía frente a él.
–
¡Vamos, tío! – le dijo –.
Yo te acerco, que vas bonico.
De este modo, cogiendo al Sr. X por
debajo de una de sus axilas y apoyándoselo en el hombro, lo dejó caer contra
él: más de 100 kilos de plomo pesado y alcoholizado que Tépé no había previsto.
Con las piernas arrastradas en un
vano intento de que éstas se coordinaran en lo que podrían haber sido una ayuda
a su esfuerzo, Tépé consiguió sacar al Sr. X de La Guarida. Por si el fardo que
llevaba a cuestas fuera poco, los empellones y obstáculos que encontró en este
corto trayecto le hicieron maldecir mil veces y cagarse no solo en la madre que
parió a su mal hallado amigo.
Una vez fuera del recinto de los
Piratas, miró hacia ambos lados de la calle. La vía del tren y las afueras de
Villena le hicieron descartar que en esa dirección estuviese la casa del Sr. X,
a pesar de que por la mente le cruzase la idea –repetidas veces– de abandonarlo
en una de las zanjas llenas de matorrales que por allí habría. Comenzó a tirar
del Sr. X en la única dirección que quedaba: calle Trinidad arriba, dirección
desconocida. Un paso, dos, tres, cuatro,… y como en los mejores años de Figo,
¡al suelo! Acababa de dar comienzo al complejo temporal de gusano que tendría
ambos desde ese momento hasta 2 horas después.
Dicen las malas lenguas que un paso
atrás a tiempo es dar dos al frente en el futuro. Para Tépé y su carga de carne
y huesos semi balbuceante, dar un paso al frente era dar tres atrás, con la
consiguiente visita al suelo. Un suelo en el que las serpentinas y papelinas de
colores ocultaban otro mundo de humedad y suciedad que pronto impregnaría las
ropas de ambos.
– ¡Joder, Sr. X! ¡La próxima vez
te lleva a casa tu madre!
Perdió la cuenta de las
maldiciones que profirió en torno a la figura maternal del Sr. X. Claro, siempre
desde el cariño y la desazón que le producía verse enredado cada dos por tres
en la masa que era su amigo.
Lo peor no era perder el
equilibrio bajo el alcoholizado elemento, sino, una vez en el suelo, levantarse
y, a plomo, levantar el peso muerto en el que se había convertido su inerte
colega. Fue en una de esas veces en los que el azar o una ayuda extraterrenal
hizo ver la luz a Tépé:
–
¡Sr. X! ¡Esas putas! –
Alguien gritó cerca de ellos.
Tépé, sin perder un momento, gritó
al dueño de esas palabras:
–
¡Tío! ¿Conoces al Sr. X?
–
¡Hombre! ¡Y tanto! –
Acompañando esta afirmación, le dio dos palmadas en el hombro al Sr. X, como
corroborando su afirmación.
–
¿Sabrías decirme dónde coño
vive? Lo estoy llevando a su casa y no sé dónde coño está.
El chaval empezó a reír y
dijo:
– Aquí al lado, un poco más
arriba, encima del S.
– Me has salvado la noche.
¡Gracias!
Todavía
quedaba un gran trecho por recorrer, pues no habían llegado ni a la esquina de
Correos. Un paso, dos pasos,… y la luz que le guiaba en el horizonte volvía a
desaparecer cuando sus narices volvían a tocar tierra. Mientras tanto, los
minutos corrían. Hacía ya una hora que habían dejado La Guarida y otra hora más
tardaron en alcanzar el portal del Sr. X. Una hora en la que conocieron cada
una de las baldosas de la calle y en la que Tépé pudo contar más grumos de
alquitrán de los que nunca se habría imaginado. Y todo por culpa del despojo
humano que llevaba a cuestas.
Pero, por
fin, alcanzaron el portal del edificio donde vivía el Sr. X. Éste, en un
momento de lucidez reconoció el lugar y logró decir:
– Llaves…
bol…sillo.
Palabras
pronunciadas en un inaudible suspiro.
Tépé, con
la mano metida en uno de los bolsillos del Sr. X, volvió a perder el equilibrio
y nuevamente se encontraron unidos en una postura extraída de un Picasso. Volviendo
a poner en pie a su amigo, sostuvo a este por el hombro contra la pared y, con
la otra, trataba de atinar la llave correcta en la puerta.
– ¡La ostia
puta! ¿Eres Cancerbero o qué? ¿Cuántas llaves llevas encima tú, maricón?
Perdió la verticalidad
en varias ocasiones antes de lograr abrir el portal del edificio.
– ¡Por fin!
– Exclamó Tépe, que en ningún momento s ele había ocurrido dejar al Sr. X en el
suelo mientras buscaba la llave.
Aún le
quedaba subir al Sr. X a su casa.
Pero esa es
otra historia.
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